martes, 7 de enero de 2014

07 / 01 / 14

¡Llego tarde, llego tarde! 

Ya parezco el conejo blanco que conducía a Alicia al país de las Maravillas (en serio, nadie, pero nadie, desde los amigos íntimos que recibieron el manuscrito para opinar, a los editores que finalmente le dieron el visto bueno para publicarlo, repito, nadie, le dijo a Lewis Carrol, Alicia, conejo, país de las maravillas... Quizás habría que darle un par de vueltas antes de dárselo a los críos)

En fin, sigo con la resaca de la rave del día 5. Llegué pronto porque siempre me ha gustado ver a los teloneros y descubrir nuevos talentos. Además, quería coger un buen sitio (si me leéis con cierta regularidad, ya habréis notado que tengo un pequeño problema con las alturas, básicamente que no las alcanzo) pero no calculé bien y, al llegar, las hordas de fans incondicionales ya copaban los mejores puestos. 

Aún así el lugar estaba tranquilo hasta que, de pronto, la locura se desató. Gritos, lloros, manotazos. Proyectiles de azúcar que había que esquivar, abuelas histéricas abriéndose paso a codazos, equipos de padre e hijo ensamblados como transformers, los primeros placando, los segundo mordiendo y guiando a golpe de tirón de pelo como la rata cocinera de Ratatouille. 

Intenté salir de aquella aglomeración, pero cuando la libertad estaba a sólo unos metros, aparecieron los Justines Beavers mágicos arropados por bafles rompe tímpanos de última generación y la muchedumbre me pasó por encima.

Tengo suerte. He sobrevivivido a un ataque de alegría colectiva. No hay muchos que puedan contarlo. Y para celebrarlo, me como el único souvenir que pude rescatar. Un caramelo de limón roto que quedó enganchado en la pernera del pantalón. 

Ugh... Está pasado.

¡Un abrazote!




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