miércoles, 5 de febrero de 2014

05 / 02 / 14


Cornerrollo diario

Ya desde pequeño, cuando aún era un animalillo adorable, todo rizos de oro, grandes ojos azules, medida estándar para la edad y monos setenteros de reparador de calderas como vestuario, me dio por empezar a leer. Mucho. Muchísimo.

Con el tiempo, perdí  la adorabilidad, mi pelo se oscureció y la medida estándar quedó por debajo de la media. Aun así, conservé esos enormes y arrebatadores ojos azules. Y me dio por seguir leyendo. Mucho. Muchísimo.

Y entonces la naturaleza, que es muy sabia, pero también tocacojones, decidió que ya había disfrutado demasiado de esa ventaja genética, y decidió dotarme de un astigmatismo de caballo. No, no hablo de cruces ensangrentadas y pústulas supurantes en la frente en forma de corona de espino. Lo más similar, un morado en la espinilla que, de lado, se parecía un poco a Gallardón en una sesión de depilación “cejera”.
Hablo del fenómeno que comprende la orgía alfabetizada, o en palabras simples (pero menos divertidas) que se te junten las letras.

Y fue entonces cuando empezó el calvario de las gafas. Podéis imaginaros que lo último que yo quería, era ocultar esos imanes azules que había recibido de herencia familiar (nadie los tiene en la familia, pero siempre me ha dado reparo preguntar por el butanero). Los primeros tiempos, elegí monturas finas que me daban un aire de profesor universitario. Problema. Eran metálicas y se clavaban en la nariz como si quisieran excavar un pozo para encontrar la fuente de la eterna “mocabilidad”.

Pasó la época pastillera, y llegó la gafapastera. Cansado de tener marcas similares a las que hacen los extraterrestres en los campos de trigo (que deben ser la versión alienígena del Telesketch) me pasé a ese tipo de gafas, mucho más ligeras. Duraron poco. No soportaba que tanta pasta ocultara esas dos gemas azules (más que nada porque mi personalidad apestaba bastante, era un tirillas y medía metro y medio, con lo que no tenía mucho más cebo que utilizar)

Llegaron las gafas invisibles. Estupendas, ligeras, transformando mi azul en lapislázuli celestial. Pero en poco tiempo estaban totalmente ralladas. Pasaron meses antes de comprender que mis libros de texto no estaban censurados por una extraña Agencia del Control del Intelecto, y que eso que veía, eran tan solo rayotes.

Ya desesperado y bastante harto de mi azulada pasión, decidí pensar qué quería de unas gafas. La respuesta fue: que cuando bajes la mirada, sigan ahí. Ah, sí amigos, después de tanta tontería, lo único que quería era que, al estar leyendo estirado en la cama, la montura no obstaculizara la lectura. Y eso hice. Salí del óptico con mis gafas Undostresianas y puedo decir que son la mejor compra que he hecho en mi vida. ¿Son feas? ¡Mucho! ¿Me dan aspecto de compañero de Torrente? ¡Por supuesto! Pero que delicia.

¡Un abrazote!


P.D. Podréis reconocerme en los bares nocturnos porque mis ojos son Blaugranas.

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