jueves, 20 de febrero de 2014

20 / 02 / 14


Cornerrollo diario

Que soy raro, por no decir rarillo, es algo que he tenido presente desde que era pequeño. Hablamos, claro, de rareza social, de gustos específicos, de maneras de ser, comprender y visualizar el mundo que nos rodea. Sin embargo, no contento con esto, la naturaleza me dotó de rarezas distintas de las intrínsecas a la raza humana y no, no hablo de un tercer pezón, un sexto dedo o una peca parlante (aunque no estaría mal poder disfrutar de profundas conversaciones sobre la capa epitelial y la sobreexcitación de la melanina bajo la luz solar).

Advertí por casualidad, hace tropecientos años, cuando los dinosaurios jugaban al Candy Crush esperando la extinción, en un espectáculo teatral del Tricicle, de (la primera de muchas) mi rareza. En el escenario, Joan Gràcia (también conocido por el gordo triciclero) salía solo al escenario vestido de mafioso, sombrero cincuentero incluido. Las luces se apagaban y quedaba iluminado por un potente cañón. Dejaba un maletín junto a una mesilla y lo abría con parsimonia. Entonces sacaba una pizarra y, con una sonrisa malévola, amenazaba con rascarla con las uñas.

De pronto, el público empezó a chillar. Y él seguía sonriendo hasta que tras unos segundos de espera, rascaba con fuerza la pizarra. ¡Y menudos alaridos se escuchaban! Después, sacaba un plato y un tenedor. Volvía a sonreír y ante los aullidos de  los presentes, trazaba grandes circunferencias con el tenedor sobre el plato produciendo un ¡Ñiiiiiiieeeeeec! que alteraba a la totalidad del teatro. Para terminar, si recuerdo bien, la memoria senil es lo que tiene, sacaba un globo deshinchado, lo mostraba al público, lacio, un colgajo. Después lo hinchaba. Sonreía de nuevo, y entre las risas y los bramidos de los presentes, lo acariciaba provocando numerosos ¡IIcs! ¡Ics! que enloquecían al teatro.

Y mientras, yo lo observaba todo sin entender qué estaba pasando. Cuando acabó la función, pregunté a mis padres de qué iba todo aquello y me explicaron lo que era la dentera, una reacción física involuntaria a cierto tipo de sonidos.
¡Y yo era inmune! ¡Ah, qué descubrimiento! ¡Tenía, tras tantos años de búsqueda, un super poder del que alardear! ¡Era un Supermán sin miedo a la Kriptonita! Si no fuera, claro, que yo tenía la misma dentera que cualquier mortal… Pero con estímulos diferentes.

Pues sí. Nada de lo que altera al común de la gente me produce más que un ligero picor en la parte de la espalda inaccesible al rascado. Pero en cambio… El ¡SSSSS! De dos páginas de un libro rozándose me ponen la piel de gallina y los pezones listos para practicar agujeros en ventanas. El roce de una escoba de bruja, la típica harrypottiana, contra el asfalto, me hace apretar las mandíbulas con la fuerza de un cascanueces puesto de Polvo de Ángel.

Y no acaba ahí, no, porque, por poner un ejemplo que marcó toda mi infancia, el roce de los plastidecores contra el papel o el de los lápices para colorear o los rotuladores,  me producía ganas de saltar por la ventana sin abrir los cristales para ver si el dolor de los cortes en la piel aliviaba un poco la tensión insufrible que me provocaban.
Y pensadlo, cómo le explicas a profesora que no quieres pintar tu dibujo porque “te pones malito”.  Me obligaban a quedarme en el patio para acabarlos y yo cabezón, que no, ¡que me duele! ¡Cómo te va a doler pintar un dibujo! Y la tortura continuó hasta que descubrí las ceras y su aliviante silencio (aunque la santa inquisidora, María la de los capones, me obligó a realizar decenas y decenas de dibujos a lápiz en los años siguientes. Pensándolo, resulta irónico que ahora me dedique al dibujo después de tanta tortura psicológica)

Peor aún, hace muchos años, después de los dinosaurios, cerca de los cromañones, me regalaron mi primera consola. ¡Estaba tan emocionado! Ah, pero la tramposa venía embalada en cartón y poriexpán, tan incrustada que apenas podía sacar un centímetro por empujón. Y ese ¡SSSS! de cada centímetro hacía que se me erizara el vello de tal manera que me dolía al contacto con el jersey. Tuve que esperar cinco angustiadas horas a que volvieran mis padres para poder inaugurar mi soñada consola.

Y para el resto son sonidos normales siempre te miran de malas maneras cuando les sueltas perlas del tipo ¿podrías pasar las hojas del libro con cuidado? (biblioteca), ¿podría dejar de barrer mientras acabo el café? (cafetería), ¿podrían eliminar el coche de limpieza que pasa los cepillos por las calles? (ayuntamiento).

En fin, como toda fóbia, tengo que aprender a vivir con ello. Mientras, escuchando como mi compañero de piso arrastra los pies con sus zapatillas de lija por el suelo y los pezones diamantinos intentando salirse de la camiseta, me despido.

¡Un abrazote!

P.D. Con los años, he encontrado a más gente (no mucha) que sufre el mismo trastorno que yo. Nos juntamos y nos pintamos el cuerpo con ceras. Nada raro.

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